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ISSN 1989-4163

NUMERO 79 - ENERO 2017

Réquiem por las Cabinas Telefónicas

David Torres

Las cabinas telefónicas han pasado al limbo, igual que las máquinas de escribir, las cintas de video o los huevos de zurcir calcetines. Ahora son reliquias de nuestras ciudades, extrañas formaciones arqueológicas, templos de una religión obsoleta en la que ya nadie cree. Apenas logro recordar cuándo fue la última vez que utilicé un teléfono público. ¿Hace doce años? ¿Hace quince? Creo que fue discando uno de esos números tenaces que permanece incrustado en la memoria como un fósil: nueve, uno, tres, cuatro, cuatro… Esos números que son combinaciones para cajas fuertes que un día dejan de funcionar, cuando ella ya no responde, pero que siguen absurdamente empeñados en perdurar a pesar de que no sirven para nada. Leí una vez un pasaje de Paul Theroux, en Mi otra vida, donde habla de esa época terrible, después de su divorcio, en que las cabinas telefónicas tenían cara. Para ser exactos, el pasaje dice:

No sabía cómo había llegado hasta allí; no sabía cómo dejar ese país solitario en que los teléfonos tenían rostro.

Así recordaba un teléfono público en La Guardia que le resultaba horrible mirar; otro, en la esquina de la 57 y Madison que lo llenaba de tristeza; y otro, situado en una batería de cuatro, en el área de servicio de una gasolinera en Connecticut, donde Theroux lloró y suplicó. Impasibles, las cabinas de teléfonos guardan restos de nuestras vidas, lágrimas, risas, insultos, citas, piropos, desesperaciones. Del mismo modo que el estallido inicial del universo perdura en un eco que los científicos rastrean, en algún punto ignoto de sus entrañas de metal están contenidos todos los sonidos que depositamos en su interior, las huellas de nuestras voces perdidas. Por virtud el artículo 232 del Real Decreto 726/2011, las cabinas telefónicas persistirán en las poblaciones con más de mil habitantes, aunque sólo sea como anacronismos en medio del paisaje urbano.

Sin duda la cabina de teléfonos en la que más tiempo he pasado fue una que había en el cuartel donde hice el servicio militar. Días enteros, puede que semanas enteras. Primero nos apañamos un pequeño truco a base de monedas en el que, con apenas cinco duros, podías hablar durante una hora; más tarde los ingenieros perfeccionaron un puente mediante el cual ni siquiera hacía falta el soporte numismático. No nos remordía la conciencia puesto que, quien más, quien menos, todos habíamos perdido dinero alguna vez en una cabina de teléfonos, por no hablar del timo multitudinario en que consiste Telefónica. El éxito del sistema fue tan exhaustivo que se montaban unas colas tremendas en el cuartel a partir de las ocho de la noche y hubo que establecer límites, horarios y turnos para satisfacer la demanda del personal. Había que ver la cara del encargado cada vez que abría la cabina y descubría doce duros en lugar del chorro de millones que debía de haber contabilizado. La fiesta duró hasta que un sargento de guardia se interesó de pronto por la muchedumbre en torno a la cabina, le dio por investigar y descubrió el pastel. Durante días esperamos, con justificado temor, las represalias. El problema era que la cabina no se podía suprimir porque existía un contrato con el Ejército prácticamente eterno. La cosa fue subiendo según la jerarquía militar hasta llegar a un teniente coronel que indagó si la deuda iba a recaer sobre el Ejército o sobre Telefónica. Una vez aclarado dijo que podíamos seguir usando la cabina “pero sin pasarnos”.

Una cabina de teléfonos fue la tumba de José Luis López Vázquez en la mejor metáfora del franquismo que se haya hecho nunca en este país, tan elegante y tan elíptica que ni siquiera despertó la menor sospecha en la censura. Un pobre hombre entra a telefonear y queda atrapado en el ámbar de la cabina; unos operarios se lo llevan y la gente se ríe viéndolo manotear desesperadamente, igual que Pablo Casado y Rafael Hernando se reirían años después de los familiares de las víctimas. En España cada cabina vacía podría ser una capilla para cada muerto enterrado en una cuneta.

Cabinas telefónicas

 

 

 

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